Hace como 10 años, una tarde en mi oficina de la Universidad de Colima, mi sensación de inutilidad con respecto a cosas aparentemente sencillas (pongamos por caso ser feliz, convivir con los demás, encontrar en el trabajo una motivación, o simplemente ser) era abrumadora, y fue la primera vez que recurrí a mi pretexto favorito. Porque mi vida en Colima parecía un ensayo, un perpetuo stand-by, mientras lo verdadero llegaba. En el inter tuve una hija e hice una serie de estudios de posgrado, claro. Pero sólo rescato la maternidad, por la impronta que dejó en mi vida y el innegable efecto "conócete a ti mismo" que tiene. Pero la maternidad es a la vez un "engaño colorido": por lo pronto mi hija vive conmigo y depende de mí. Estamos, pues, haciendo tiempo mientras ella encuentra su camino y decide recorrerlo. Otro nepantla.
Ahora, desde hace un tiempo, la sensación de nepantlear es más profunda, más constante. Primero, porque estoy en medio de otro proceso evaluatorio, cuya naturaleza lenta a veces me deprime profundamente. Nadie hace una tesis en dos días, y hacerse a la idea me resulta conflictivo. A veces quisiera salirme de la categoría "doctoranda" para ya entrar de lleno a la categoría doctora o de plano a la categoría Ilusa. La que sea, pero que ya no represente un proceso de todavía lejana conclusión.
El otro nepantla es de índole también personal, pero no por ello menos "escalofriante" para una persona que estaba hecha a la idea del ermitañismo como forma de vida. Estoy en medio del proceso que lleva a alguien(a) a establecer una relación con alguien(b) y avanzar en esa relación al punto de que alguien(a) y alguien(b) vamos a vivir en un mismo domicilio y compartir cada día la misma cama. Y el mismo espacio de trabajo dentro de ese mismo domicilio. Sí, sí, resulta que relacionarse con alguien no sólo puede ser mejor de lo que fueron mis otras relaciones con otros alguienes, en este caso es mejor de lo que pensaba, y sí, resulta que mi sentido de la convivencia no estaba atrofiado. Porque resulta, también, que la idea me tiene sinceramente feliz. Y entusiasmada. Pero estoy en el borde, en la orillita, todavía no me mudo. Todavía no empiezo ni a empacar. Y este nepantla, curiosamente el que expirará más pronto, a veces se pone denso, cansador, poco estimulante. Porque empacar es tan cansado, lleno de decisiones sobre qué tirar y qué olvidar. Y sobre todo, afortunadamente, porque es la primera señal de que ya puedo dejar de pretender que paso por la vida como hoja al viento. Mi tiempo, mi duración propia de este nepantla entre que nací y el día que moriré, es una lista de coincidencias, deseos, memorias, sucedidos y lecturas memorables. Y no el tiempo gris, abrumador de tan caluroso que me parecía detrás de mi escritorio en la Universidad de Colima.