sábado, 10 de enero de 2009

Irás y no volverás

Mientras crecía, y en las veces en que lo vi, siempre tuve la impresión de que el más parecido a mi papá, de sus dos hermanos, era el menor, fallecido el jueves pasado. Era una persona, como mi papá, amable, con gran sentido del humor y a quien le encantaba sacar a pasear al conjunto de hijos y sobrinos que con los años fue creciendo en número y en tamaño. 
No puedo decir que haya sido la muerte de mi tío el detonante que me hizo pensar en la de mi padre, al contrario, la ausencia de mi papá ha sido una casi obsesión en los casi cuatro años que han transcurrido desde que sucedió, y aunque decir que este tiempo ha sido uno de oscuridad y dolor absoluto sería una falacia, sé que mi propio duelo no ha concluido. Se ha aligerado mucho, gracias a las cosas que han pasado en estos años. Pero todavía no puedo hacer las paces como me gustaría. 
Lo que sí me vino de súbito a la mente a partir del jueves, fue una sensación muy extraña, de darme cuenta por primera vez de lo lejana que quedó mi infancia. No me considero para nada la más adulta entre las mujeres, ni la más madura entre... nadie, pensándolo bien. Pero me resultaba fácil, y quizá hasta protector, pensar que mantenía vivos muchos de los aspectos más rescatables de mi infancia. Y no porque fuera particularmente mala, pues con todo, no tuve una infancia terrible. Ni tampoco porque en este momento me considere perdida, ni me sienta a la deriva. Justamente hace una semana comentaba con una amiga lo bien que me siento de un tiempo para acá, con una extraña calma, un estar y un ser a gusto en las coordenadas de tiempo y espacio. 
Pero para lograr este ser y estar, se quedaron muchas cosas en el camino: las vacaciones fuera de la ciudad, los planes maquiavélicos de confiscación de juguetes a las primas más reacias a mi voluntad, las tardes en las que por horas planeaba momentos de adultez sobresaliente, significativa y memorable.  Ahora, como entonces, sigo siendo nadie más que yo. 
Desde luego es egoísta arrellanarse en uno mismo ante el dolor ajeno. Cavilar sobre mí y mi sombra en horas tan tristes como las que experimentan mis primas y primos, mis tías y tío. No puedo evitarlo. Si algo he ido sacando en limpio del duelo y su acontecer, es la certeza de que cada uno de nosotros está solo, en sí mismo y consigo. Aun estando, como me siento últimamente, rodeada de personas a quienes quiero entrañablemente y quienes me quieren, he ganado una certeza de mí que sólo puedo entender como parte del duelo, de haberme escindido de la familia, en cierta forma, para ganar mi espacio y mis alcances. 
Lo que todavía no puedo sacudirme, es que mientras la hermana menor de mi padre me relataba al teléfono la desesperación y dolor de mis primas, yo sólo podía pensar en que ellas, al menos, tuvieron la oportunidad de despedirse. Yo sé que eso no aminora su pérdida, pero espero, con toda el alma, que sea la parte del proceso de duelo que yo he tratado, con irregulares resultados, inventarme en estos años.